Las aventuras de Jimmy el lingüista y Mike el matemático (1)

23 09 2010

-Y cuando llegaron a la montaña, lo vieron con claridad. El castillo se alzaba majestuoso sobre el risco más escarpado, mostrando imponente sus almenaras, sus torretas, su puerto, su…

-Espera, espera, ¿un puerto? Acabas de decir que el castillo está en lo alto de la montaña, ¿cómo va a tener un puerto?

-Pues… Teniéndolo. ¿Por qué no iba a tenerlo?

– ¿Lo dices en serio? ¡No hay puertos en lo alto de una montaña! Bueno, ahora sí, los de carretera, pero de los que tú dices no.

-¡Todos los castillos tienen puerto! Estén donde estén, eso lo sabe todo el mundo.

-Estás loco…

-Si no, ¿por dónde van a entrar los ejércitos? ¿Los carromatos?

-¡Por la puerta!

-Sí, pero la puerta es…

-No te sigo. ¿Adónde quieres llegar?

-Vamos a ver, ¿cómo llamarías a una cesta grande?

-Mmmh… No sé, ¿cesto?

-Bien, y el nombre de un cubo grande es…

-Una cuba, claro.

-Por tanto, una puerta grande se llamará…

-… Te odio, Jimmy





El hombre que se enamoró de una palabra

18 09 2010

La palabra brotó de la mente del hombre. Estaba tomando un café tranquilamente con sus compañeros de oficina y, de repente, recordó que nunca había escuchado la palabra, y una fuerte sacudida hizo vibrar su organismo. ¿Cómo se recuerda algo que nunca has conocido? Quizá soñó con la palabra hacía mucho tiempo y, como un fantasma que vuelve a llamar delicadamente a nuestra puerta para reclamar nuestra atención, largo tiempo desviada hacia intereses más mundanos, ella había vuelto. Pero ¡ay! Qué forma más cruel de regresar. En forma de recuerdo, de vaga sombra. La palabra no era más que un leve susurro en el día a día del hombre. Si hubiera que preguntarle a él, diría que la sensación era similar a tener una palabra en la punta de la lengua, que no llega a salir, solo que al revés. No quería que la palabra saliera, sino que entrara en él, que lo inundara. Dejó su café y abandonó a sus compañeros de oficina. Salió a la calle y empezó a buscar.

Al cabo de unas semanas, volví a ver al hombre. Su aspecto no era malo, he de decir. Quizá el halo de hombre enamorado que lo envolvía ayudaba a disimular las ojeras que se marcaban afanosamente en su rostro. Le pregunté que cómo le iba, y me dijo que se había enamorado. Me alegré por él, claro, pero cuando avanzó en su historia, temí que la cordura de mi buen amigo, el hombre, se hubiera ido a dar un paseo por alguna estrella cercana. Enamorado, sí, pero no de una persona. Estaba enamorado de una palabra. De esa palabra que aún no lograba perfilar.

Emocionado, sacó una carpeta y la abrió, derramando su contenido en la mesa que compartíamos. Entre nuestros respectivos cafés –yo con leche fría, él un cortado que no probaría hasta dos minutos antes de largarse– apareció una marea de folios escritos. Miles, quizá millones de palabras garabateadas, escritas en mayúsculas, en colores, al revés, con bolígrafo, de más de quince letras. “Mira, ¿ves?”, me dijo. “Aún no he encontrado esa palabra, pero sé que está cerca”. Y una sonrisa apareció en el rostro de un hombre, el hombre. No era una sonrisa maniática ni desquiciada; pude sentir claramente que mi buen amigo no estaba loco. No, nada más lejos de la realidad. Miraba con unos ojos que por vez primera parecían ver de verdad, y saboreaba cada átomo de aire que respiraba. Su estado no era frenético, sino sosegado. “La voy a encontrar, amigo mío, muy pronto”. Así que le hice la pregunta que a todos os habrá venido a la cabeza. “¿Y qué harás cuando la encuentres?”. Creedme: cuando la duda atraviesa la mente de un hombre enamorado, uno puede ver un rayo fulminante tras su mirada. Yo vi ese rayo. Me confesó que no lo había pensado, y efectivamente, durante unos segundos pareció perturbado. No obstante, inmediatamente se repuso, y dijo que cuando la encontrara sabría qué hacer. Sin duda. Le sonreí intentando transmitir lo que sentía en ese momento (total y absoluto desconocimiento de la situación, pero apoyo incondicional a mi amigo, el hombre, un enamorado más), y me levanté para pagar los cafés.

Cuando volvía a por mi chaqueta, la expresión de el hombre había cambiado. En una sola tarde, la mente de mi buen amigo había atravesado varias emociones (¡y cuántas más habría pasado en sus semanas de búsqueda!), pero esta me era totalmente desconocida. Había dejado a medio terminar la tarea de recoger todos los papeles anteriormente dispersados. En lugar de apurar su café solo de un sorbo al final, como solía hacer, la bebida continuaba aún impertérrita en su taza, en su platito, en su mesa, en la cafetería, en Madrid. El café se convirtió de pronto en un epicentro de mutismo y quietud, propiciado por la expresión de mi buen amigo, el hombre. Ojos vigilantes, labios entreabiertos, manos en tensión. Decidí no perturbar la epifanía que estaba experimentando, fuera esta la que fuera, y observé acodado en la barra, esperando que su estado finalizase pronto para poder recoger mi chaqueta de la silla.

No tardó demasiado en reaccionar. Se levantó de su asiento y se dirigió a una mesa que se encontraba a su espalda, unos metros hacia el fondo de la cafetería. Yo cambié mi posición en la barra para acercarme y poder vigilar bien sus movimientos. Aunque no estuviera loco, estaba cansado, y podía necesitar de mi intervención en cualquier momento. Temí lo peor cuando cogió una silla y se sentó en la mesa que ocupaba una chica de mediana edad sin dejar de mirarla (a la chica, claro). La joven se quedó, a su vez, mirándola. “Perdona”, dijo mi amigo cuando pudo reaccionar y el juego de miradas hubo terminado. “¿Puedes repetir lo que acabas de decir hace un momento?”. Titubeando un poco, ella lo repitió. Y os juro que vi la luz nacer en el hombre, y supe que había encontrado su palabra. Así que los dejé charlando. Recogí mi chaqueta y me tomé la libertad de recoger la carpeta de mi amigo, el hombre.

Ya en casa, quise volver a echar un vistazo a sus notas. Desde luego, yo jamás habría imaginado tantas formas diferentes de escribir, pero ahí estaban. Y, al final, la palabra no fue más que una voz. El suave movimiento de la comisura de los labios de quien la pronuncia, la mirada que refleja cada uno de los sonidos de los que está conformada, el leve gesto de manos que quiere apoyar a su significado. La palabra no son letras, ni formas, ni sonidos aislados, sino lo que aquella joven fue capaz de hacer con ella.

No sé qué palabra fue. Ni tampoco sé, ya de paso, cómo fue que el hombre fue capaz de escucharla. El ruido de la cafetería era considerable, y seguramente la chica habló para sí misma, ya que estaba sola. Susurró. Pero el susurro llegó hasta el hombre, y lo guió en medio de tal caos. Supongo que es parte del poder que tienen las palabras, ese del que la mayoría de nosotros no somos conscientes. Así que, si me permitís un consejo, si os enamoráis de una palabra, no la busquéis en diccionarios, tipografías o materiales de escritura. Dejad que sea ella la que os guíe. ¿Tenéis alguna palabra favorita?





Relato corto, microblogging y genios ocultos

16 04 2010

Que la redacción breve está cobrando importancia últimamente es un hecho sobradamente conocido. Redes sociales como Twitter y el microblogging en general potencian la capacidad de síntesis de los usuarios que en apenas 160 caracteres son capaces de escribir auténticas piezas de museo. Por supuesto, a la hora de definir el concepto todo chirría un poco; he llegado a leer definiciones de «2.0» que perfectamente serían aplicables a Platón. Parece que aún hay que madurar un poco la terminología actual y poner a verdaderos lexicógrafos y semantistas a trabajar en ello.

Ahora quiero centrarme en el tema del relato breve. Muchos conoceréis uno de los más populares cuentos cortos de Monterroso, titulado «el dinosaurio». Para quien no lo conozca, aquí va:

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí

Y ya está. No seamos tontos tampoco: tiene el valor que tiene. Creo que jamás podremos condensar en 160 caracteres la genialidad que se esconde tras obras como El Quijote, Akira o La música nocturna de Madrid (novela, cómic y música respectivamente), pero creo que materializar una buena idea, captar la atención de un lector en tan poco tiempo, tiene su mérito, pues no me digáis que no despierta en vosotros el ansia de saber. Saber quién despertó, qué hacía allí un dinosaurio, y si estaba «todavía» (una implicatura convencional, por cierto) es que ya había estado antes, y dónde es «allí», y cómo había podido dormirse con un dinosaurio al lado. Qué de preguntas para algo tan pequeño, ¿verdad? De cualquier modo, creo que nunca hay que caer en el error de decir «es que yo soy experto en el micro-cuento» y llenarse la boca con ello. Insisto en que tampoco tiene más, y hay cosas mucho más interesantes en las que ser experto. Esto puede pasar perfectamente por placer, hobbie o actividad secundaria y uno puede hablar con autoridad de ello.

El caso es que hoy me han enviado un mail de estos en cadena que uno nunca sabe si son reales o no. En fin, el colegio existe, y está en Madrid, así que a lo mejor me paso un día por allí y me informo. Como estudioso del lenguaje, claro, no desde la curiosidad mórbida del internauta friki. No avanzo nada y ahora comento, os dejo la imagen:

Me he intentado poner en la piel del profesor. Si yo me encuentro esto entre los exámenes de mis alumnos, por supuesto lo primero es una sonora carcajada. Lo segundo es considerar lo que esta respuesta implica. Valoraría la longitud de la respuesta, pero como profesor, tendría que tragarme mis palabras: he pedido brevedad. Después, el alumno utiliza lenguaje considerado «vulgar», pero qué diablos, he pedido concisión, y la concisión no está para andarse con eufemismos. Después toca ver si, efectivamente, se tratan todos los temas pedidos, que están, y además en orden: Sexo (¡Se follaron…), Monarquía (… a la reina!), Religión (¡Dios mío!) y misterio (¿Quién habrá sido?). Algunos podrían decir que «Dios mío» no es estrictamente un tópico religioso ya que es más una muletilla, una interjección, pero creo que hay argumentos suficientes como para considerar que, en este caso, es pertinente la invocación a un ser superior.

Así que lo tiene todo. Este tipo de composiciones están en auge y aunque, como ya he dicho, no son suficientes por sí mismas en la mayoría de los casos (en la inmensa mayoría) como para hablar de genialidades o grandes obras de la literatura, muestran un genio considerable en la mente de quien es capaz de engendrarlas (más aún si se trata de una ocurrencia en mitad de un examen). Si tenéis un rato, os aconsejo hacer el experimento: coged un periódico, una web, una película incluso y buscad tópicos sobre los que escribir. Mezclad tres o cuatro e intentad hacer algo parecido. Es un buen ejercicio de inventiva, desarrollo y, sobre todo, síntesis.

De cualquier modo, y ya para terminar, yo no premiaría esta obra con una nota máxima por las faltas de puntuación. Un signo de exclamación, así como uno de interrogación, finaliza la oración que cierra. Es decir, actúa como un punto, por lo que no se puede poner una coma justo a continuación. Y sí, Juan Ramón Jiménez escribía con jotas, pero antes tuvo que ganarse la etiqueta de genio de la escritura.

Más ratos de hoy:

  • Cine // Los medios se han volcado con el estreno de la versión de Burton de Alicia en el País de las Maravillas. Llevo toda la mañana viendo trailers, leyendo noticias y escuchando comentarios al respecto. Tengo muchas ganas de verla 😀
  • Videojuegos // Resulta que en España se prefiere comprar por Internet un videojuego que en tiendas físicas del país, por aquello del precio. Como siempre, la sangre íbera busca el beneficio por encima de la sensatez, y nadie se da cuenta de que  existe un mercado real que dejaría sus moneditas en las arcas nacionales por un precio un poco más competitivo. No, aquí prefieren cobrar un extra a los videojuegos que vengan de fuera, para que directamente se opte por no consumir o por la piratería. Impresionante.