La palabra brotó de la mente del hombre. Estaba tomando un café tranquilamente con sus compañeros de oficina y, de repente, recordó que nunca había escuchado la palabra, y una fuerte sacudida hizo vibrar su organismo. ¿Cómo se recuerda algo que nunca has conocido? Quizá soñó con la palabra hacía mucho tiempo y, como un fantasma que vuelve a llamar delicadamente a nuestra puerta para reclamar nuestra atención, largo tiempo desviada hacia intereses más mundanos, ella había vuelto. Pero ¡ay! Qué forma más cruel de regresar. En forma de recuerdo, de vaga sombra. La palabra no era más que un leve susurro en el día a día del hombre. Si hubiera que preguntarle a él, diría que la sensación era similar a tener una palabra en la punta de la lengua, que no llega a salir, solo que al revés. No quería que la palabra saliera, sino que entrara en él, que lo inundara. Dejó su café y abandonó a sus compañeros de oficina. Salió a la calle y empezó a buscar.
Al cabo de unas semanas, volví a ver al hombre. Su aspecto no era malo, he de decir. Quizá el halo de hombre enamorado que lo envolvía ayudaba a disimular las ojeras que se marcaban afanosamente en su rostro. Le pregunté que cómo le iba, y me dijo que se había enamorado. Me alegré por él, claro, pero cuando avanzó en su historia, temí que la cordura de mi buen amigo, el hombre, se hubiera ido a dar un paseo por alguna estrella cercana. Enamorado, sí, pero no de una persona. Estaba enamorado de una palabra. De esa palabra que aún no lograba perfilar.
Emocionado, sacó una carpeta y la abrió, derramando su contenido en la mesa que compartíamos. Entre nuestros respectivos cafés –yo con leche fría, él un cortado que no probaría hasta dos minutos antes de largarse– apareció una marea de folios escritos. Miles, quizá millones de palabras garabateadas, escritas en mayúsculas, en colores, al revés, con bolígrafo, de más de quince letras. “Mira, ¿ves?”, me dijo. “Aún no he encontrado esa palabra, pero sé que está cerca”. Y una sonrisa apareció en el rostro de un hombre, el hombre. No era una sonrisa maniática ni desquiciada; pude sentir claramente que mi buen amigo no estaba loco. No, nada más lejos de la realidad. Miraba con unos ojos que por vez primera parecían ver de verdad, y saboreaba cada átomo de aire que respiraba. Su estado no era frenético, sino sosegado. “La voy a encontrar, amigo mío, muy pronto”. Así que le hice la pregunta que a todos os habrá venido a la cabeza. “¿Y qué harás cuando la encuentres?”. Creedme: cuando la duda atraviesa la mente de un hombre enamorado, uno puede ver un rayo fulminante tras su mirada. Yo vi ese rayo. Me confesó que no lo había pensado, y efectivamente, durante unos segundos pareció perturbado. No obstante, inmediatamente se repuso, y dijo que cuando la encontrara sabría qué hacer. Sin duda. Le sonreí intentando transmitir lo que sentía en ese momento (total y absoluto desconocimiento de la situación, pero apoyo incondicional a mi amigo, el hombre, un enamorado más), y me levanté para pagar los cafés.
Cuando volvía a por mi chaqueta, la expresión de el hombre había cambiado. En una sola tarde, la mente de mi buen amigo había atravesado varias emociones (¡y cuántas más habría pasado en sus semanas de búsqueda!), pero esta me era totalmente desconocida. Había dejado a medio terminar la tarea de recoger todos los papeles anteriormente dispersados. En lugar de apurar su café solo de un sorbo al final, como solía hacer, la bebida continuaba aún impertérrita en su taza, en su platito, en su mesa, en la cafetería, en Madrid. El café se convirtió de pronto en un epicentro de mutismo y quietud, propiciado por la expresión de mi buen amigo, el hombre. Ojos vigilantes, labios entreabiertos, manos en tensión. Decidí no perturbar la epifanía que estaba experimentando, fuera esta la que fuera, y observé acodado en la barra, esperando que su estado finalizase pronto para poder recoger mi chaqueta de la silla.
No tardó demasiado en reaccionar. Se levantó de su asiento y se dirigió a una mesa que se encontraba a su espalda, unos metros hacia el fondo de la cafetería. Yo cambié mi posición en la barra para acercarme y poder vigilar bien sus movimientos. Aunque no estuviera loco, estaba cansado, y podía necesitar de mi intervención en cualquier momento. Temí lo peor cuando cogió una silla y se sentó en la mesa que ocupaba una chica de mediana edad sin dejar de mirarla (a la chica, claro). La joven se quedó, a su vez, mirándola. “Perdona”, dijo mi amigo cuando pudo reaccionar y el juego de miradas hubo terminado. “¿Puedes repetir lo que acabas de decir hace un momento?”. Titubeando un poco, ella lo repitió. Y os juro que vi la luz nacer en el hombre, y supe que había encontrado su palabra. Así que los dejé charlando. Recogí mi chaqueta y me tomé la libertad de recoger la carpeta de mi amigo, el hombre.
Ya en casa, quise volver a echar un vistazo a sus notas. Desde luego, yo jamás habría imaginado tantas formas diferentes de escribir, pero ahí estaban. Y, al final, la palabra no fue más que una voz. El suave movimiento de la comisura de los labios de quien la pronuncia, la mirada que refleja cada uno de los sonidos de los que está conformada, el leve gesto de manos que quiere apoyar a su significado. La palabra no son letras, ni formas, ni sonidos aislados, sino lo que aquella joven fue capaz de hacer con ella.
No sé qué palabra fue. Ni tampoco sé, ya de paso, cómo fue que el hombre fue capaz de escucharla. El ruido de la cafetería era considerable, y seguramente la chica habló para sí misma, ya que estaba sola. Susurró. Pero el susurro llegó hasta el hombre, y lo guió en medio de tal caos. Supongo que es parte del poder que tienen las palabras, ese del que la mayoría de nosotros no somos conscientes. Así que, si me permitís un consejo, si os enamoráis de una palabra, no la busquéis en diccionarios, tipografías o materiales de escritura. Dejad que sea ella la que os guíe. ¿Tenéis alguna palabra favorita?